Seleccionaba meticulosamente a sus víctimas
de entre los clientes que asiduamente acudían a su restaurante a cenar,
atraídos por lo exótico y especial de la comida que “creaba”.
No tenía un patrón establecido sobre el tipo de víctima
que utilizaba para elaborar sus exitosos platos: los observaba desde la cocina
con mucha atención hasta que se producía la magia. Sencillamente, sucedía algo
en esa persona mientras cenaba que hacía que el magnífico chef Aguirre se
enamorase perdidamente del cliente. Podía ser un gesto, una forma de adornar su
pelo, una mirada o cómo se retocase el nudo de la corbata. Daba igual su sexo,
raza o condición social, iba a por él sin escrúpulos.
Pero esto no era lo mejor. Lo mejor de todo era
que el chef había comenzado a utilizar la carne humana en sus comidas
por puro azar, cuando Carol, su pinche, perdió un dedo en la máquina de hacer
masa. Ella, desde entonces, lo seguía buscando. Él jamás confesó que lo encontró
y lo añadió a la mezcla por pura pereza de volver a empezar, un sencillo gesto
que hizo que su fama, desde aquellos panes infectados, fuera en
aumento. Era el rey y nadie le desbancaría de su trono jamás.
Decían que su plato estrella era el salmorejo, traído
desde las lejanas tierras andaluzas que le vieron crecer. Pero, como para todo
desde el incidente con el dedo de aquella chica,
el ingrediente secreto no dejaba de ser un poco de sangre humana
rebajada con el zumo de los mejores tomates de la región. “Exquisito”, casi
gemían los comensales al probarlo. Pero, como todo ser humano, él siempre
quería más y, por ello, su nuevo reto consistió en hacer un pastel gigante, el
más grande jamás horneado.
Fue así como comenzó a cazar clientes al por mayor a
los que descuartizaba meticulosamente en el garaje de su casa. Ningún vecino se
había quejado jamás… La
mayoría de ellos eran clientes asiduos.